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La mentira
Mentir es un mal apaño siempre.
Más grave cuanto más alto y poderoso
es el embarrador, e infinito, el número
de sus receptores, y más aún si presume
de fervorosas creencias morales y dogmáticas.
Es la cima de la miseria
y la baladronada.
La vileza típica de los ganapanes políticos,
de los medradores de poder sin mensurar grados,
ni corduras, ni proporciones, del dónde, cuándo
y cómo. Basta con la impostura y la mentira.
El sicofante ya sembró la ceniza,
las poderosas nubes que moverán conciencias
y desvíos para su causa. Esa lluvia
de los nebulones fabrica palmeras
y proclamas y caos y perplejidades.
El cinismo se reviste de sacrosanto
y moralidad pública. Y el poder vulnerado,
el receptor de las bofetadas, perplejo
ante la indecencia honrosa de los dogmáticos
y tragahostias, mira asombrado
a los segadores de la luz y el progreso.
Los vituperados cumplieron su mandato con paz
y justicia y aquéllos
laminaron su camino con rencor.
Jamás aceptaron su derrota, la justa,
la del modesto pueblo. Hoy envenenan
su abrevadero. Los laicos ignoran
los senderos de Dios, dirán sus popes
desde la basílica impoluta, desde el palacio
enjoyado de tesoros incontables,
capaces, ellos solos, de agotar la hambruna
de los hambrientos del mundo. Cristo, el carismático
consolador de pobres, limpiaría sus cenáculos
de riquezas y arrojaría del templo a sus moradores.
Ellos, no reconociéndolo, lo volverían a crucificar.
El oráculo del poder y la mentira,
de la soberbia y la jactancia,
conduce al holocausto de la honesta verdad.
Pero –lo dijo Jesús-,“Quien siembra viento
recogerá tempestades”.
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